Pasé por un momento –que probablemente a todos nos llega antes o después– en el que empecé a sentirme muy sola. A algunas personas les ocurre cuando cambian de residencia, de trabajo o ambos. A mí me pasó después de separarme. Estaba en mi nueva casa y cuando mi hija no se encontraba conmigo sentía que estaba sola en el mundo, aunque tuviese muchos amigos.
Nadie me llamaba, nadie me invitaba a salir y tenía que cenar sola, después de 18 años durante los cuales había formado una familia, todo esto me producía mucha tristeza. Pasé un verano difícil, con días que comenzaban como pozos negros en los que parecía sumergirme con más vehemencia que en un mar cristalino.
Lloraba y cada silencio, cada llamada sin respuesta parecía confirmarme que nadie se acordaba de mí, que realmente MERECÍA el silencio como respuesta. Cada vez que regresaba a casa después de haber pasado un rato en compañía me sentía angustiada; mientras pedaleaba disfrutando de los olores estivales se me hacía un nudo en la garganta, el miedo –o algo así– de que el mundo se hubiese olvidado de mí y de que si, por ejemplo, me caía al regresar a casa, quién sabe cuánto tardarían en encontrar mi cadáver (tengo el gran don de la tragedia griega).
En ese periodo empecé a reflexionar mucho sobre la soledad y durante estos meses de confinamiento que he pasado sola en su mayor parte, todo lo que he aprendido me ha resultado muy útil, tanto que ahora tengo la necesidad de compartirlo, porque estoy convencida de que también puede serte útil a ti, que estás sufriendo el distanciamiento social.
Si comparo la «soledad» de entonces con el tiempo que he pasado sola este 2020, me doy cuenta, sobre todo, de que entonces elegí sentirme sola. He empezado a hacer las paces con el desasosiego cuando he sido consciente de ello. No era verdad que las personas me hubiesen olvidado o que no tuviese a nadie con quien contar, solo tenía que superar el cambio y reconfigurar mi geografía sentimental: buscaba el dolor que yo misma me imponía.
A veces cerramos el corazón y nos cruzamos de brazos; culturalmente no estamos acostumbrados a aceptar estas fases, cuando en realidad son algo fisiológico. A veces pensamos que no somos capaces de estar solos, pero en realidad no es así y tener que vivirlo es una forma de aprenderlo.
Durante el verano pasado descubrí que podía VIVIR sola y hacer un montón de cosas conmigo misma que antes hubiera sido inimaginable: fui al cine, salí a montar en bicicleta, pasé domingos en casa leyendo y, poco a poco, aprendí a apreciar de verdad esos momentos y a considerarlos una elección.
Ahora me dirás: vale, pero tú podías salir y habías elegido vivir sola, mientras que ahora no es posible.
Esa es precisamente la respuesta: aunque en estos meses nos hemos visto obligados a quedarnos en casa y algunas personas no han tenido ninguna compañía, en realidad no estamos solos, igual que yo tampoco lo estaba entonces. Nuestros amigos tienen sus propios problemas y están viviendo su propio proceso de adaptación a la situación, exactamente igual que nosotros. Hay quien tiene familia numerosa y hornea pan y pizza, pero quizá el precio que pague sea no tener un rincón donde pasar 5 minutos en paz. El precio que pagamos nosotros es el silencio. Aun así, si echamos la vista atrás, si consultamos los contactos de nuestro teléfono, comprendemos que están ahí, cada uno en su casa, cada uno con sus propios fantasmas, pero tienen una cosa en común con nosotros: las ganas de volver a vernos, de volver a compartir tiempo juntos, de volver a mirarnos a los ojos.
A menudo no estamos solos, sino que nos sentimos solos. En esos momentos se necesita un poco de paciencia y madurez para no caer en la trampa de la amargura, que nos hará pensar que nuestro estado actual permanecerá igual para siempre. Esto sucede cuando escalamos una montaña y estamos a mitad del ascenso o cuando –a causa de traumas o cambios– tenemos que reflexionar sobre nosotros mismos y aprender a interpretar de nuevo el mundo.
En estos meses no me he sentido sola en ningún momento y cuando el silencio se hacía mucho más apremiante, me asomaba a la ventana y miraba a tantas personas que desde su propia casa compartían esa falacia conmigo.
El resto del tiempo lo he dedicado a llamar a personas con las que –a causa de las prisas de la vida cotidiana– hacía tiempo que no hablaba o a amigas que también estaban solas en casa para beber juntas una copa de vino a distancia.
Porque el distanciamiento es solo físico y somos nosotros mismos los que debemos recordarnos cada día la cercanía de emociones, vidas y esperanza.
No estamos solos, aunque a veces podamos sentirnos solos. En estos dos verbos, en apariencia similares, cabe toda la libertad que podamos ejercer.
Para tener una existencia auténtica, para considerarnos únicos, debemos haber vivido y superado la congoja de estar solos. En el corazón de la soledad se descubre nuestra riqueza.
G. Macqueron, Il bello della solitudine, DeA.